Subir el Cerro Grande: una lección entre el cansancio y la esperanza 🏔️
Después de dos horas de su primer intento por subir el Cerro Grande, lo logró. Cansado, con los pies llenos de ampollas, pero con el corazón lleno de algo mucho más grande: la certeza de haber vencido sus propios límites.
La caminata fue más que un recorrido por la montaña; fue un diálogo entre el cuerpo, el alma y el paisaje. Las aves marcaban el ritmo de cada paso, el viento susurraba como si hablara con Dios, y las conversaciones se entrelazaban entre preguntas profundas y simples risas.
“¿Cómo podemos confiar en nuestros ojos si todo lo que está lejos parece solo una fotografía?”, se preguntaba entre respiraciones agitadas. Y luego, casi sin buscarlo, surgían pensamientos sobre la vida, sobre cómo Dios obra silenciosamente en cada paso, cómo nos usa como instrumentos para bendecir a otros, y cómo cada intento —aunque parezca pequeño— tiene un propósito mayor que no siempre comprendemos.
El esfuerzo físico se volvió una metáfora del alma: cada paso cuesta, cada pendiente exige, pero al final la recompensa no está solo en la cima, sino en lo que aprendemos mientras subimos. Comprendió que la fuerza no nace del cuerpo, sino del espíritu que se niega a rendirse, del corazón que confía cuando los pies ya no quieren seguir.
Ese día no solo conquistó un cerro. Conquistó el miedo a no poder. Conquistó la duda que lo frenaba antes del primer paso. Y en esa victoria sencilla, descubrió que la vida también se trata de eso: de avanzar, de creer y de agradecer, sabiendo que cada subida, por dura que sea, nos moldea en el silencio de la perseverancia y la fe.