martes, 1 de febrero de 2022

Sin conocernos a nosotros mismos no conocemos a Dios - Juan Calvino

 


Casi toda la sabiduría que poseemos, la que es, en definitiva, real y verdadera, presenta un doble aspecto: El conocimiento de Dios y el de nosotros mismos. Al tratarse de dos conocimientos relacionados, es difícil discernir cuál precede a cuál. Antes que nada, nadie puede contemplarse sin que todo su ser se dirija inmediatamente hacia Dios, de quien ha recibido "vida y aliento y todas las cosas" (Hechos 17:28) y de quien le viene su vigor, porque está claro que los dones que conforman nuestra personalidad no proceden de nosotros; en efecto, nuestra propia vida no puede subsistir sino únicamente en Dios. Además, los beneficios que gotean del cielo para nosotros son como arroyuelos que nos conducen hasta la fuente y, gracias a esa pequeña corriente, la plenitud que habita en Dios se presenta aún mejor. Así es como, de una forma particular, la ruina es la que nos hizo caer la rebelión del primer hombre nos empuja a dirigir los ojos a lo alto, solo para desear los bienes de que nosotros, seres paupérrimos y famélicos, tenemos menester, sino también para ser llenos de respeto y así aprender la verdadera humildad. 
  Tras haber sido despojados de nuestras vestiduras celestiales, una incalculable cantidad de desdichas doblegan al hombre y descubrimos nuestra desnudez con gran vergüenza y mucha confusión. Sin embargo, necesitamos ser tocados con fuerza en nuestra conciencia para adquirir algo de conocimiento de Dios. Así, el sentimiento de nuestra ignorancia, de nuestra vanidad, de nuestra desnudez, de nuestra enfermedad, y con seguridad de nuestra perversidad y de nuestra corrupción, nos conduce a admitir que en ninguna parte sino en Dios se encuentra la verdadera sabiduría, una fuerza inconmovible, la fuente de todo bien, una justicia verdadera. Porque nuestra miseria no nos impulsa a considerar los bienes que proceden de Dios y nuestro pensamiento no nos lleva aspirar a su búsqueda a menos que hayamos descubierto ese profundo desagrado de nosotros mismos. ¿Qué hombre no encuentra placer en apoyarse en sí mismo mientras no se conoce de verdad, es decir, no sé gloría en los dones que ha recibido de Dios y en adornarse con ostentación mientras ignora, o voluntariamente olvida, su miseria? El conocimiento de uno mismo, no solo nos incita a buscar a Dios, sino que debe Conducir a cada cual, cómo si lo llevara de la mano, a encontrarle.

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