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jueves, 3 de febrero de 2022

Sin conocer a Dios no nos conocemos a nosotros mismos - Juan Calvino

 

Capitulo I
02.- Sin conocer a Dios no nos conocemos a nosotros mismos 

  Es verdad que nadie llega jamás a adquirir un claro conocimiento de sí mismo sino a contemplado el rostro de Dios y no se ha percatado de cómo Dios lo ve. El orgullo, que está arraigado en nosotros, nos conduce a considerarnos justos y honestos, sabios y santos, hasta que hayamos sido convencidos por los irrefutables argumentos de nuestra justicia, de nuestras faltas, de nuestra necedad y de nuestra impureza. Está convicción no se da mientras nos contemplamos únicamente a nosotros mismos y no a Dios, de quién brota la única regla con la que debemos medirnos, y la que debe regir lo todo. 

 Es tal nuestra inclinación a la hipocresía que la más pequeña manifestación de justicia bastará para reemplazar a la verdadera justicia y a la verdad. Dado que a nuestro alrededor No hay nada que no haya sido en mayor o menor medida desfigurado por el mal, y puesto que nuestro espíritu está impregnado del mismo, aquello que es menos desagradable que lo demás nos gusta como si fuera algo puro: El ojo acostumbrado a lo negro acaba considerando que lo castaño oscuro o lo poco luminoso goza de una magnífica blancura. En un sentido material, se puede medir cuánto nos equivocamos al otorgarle valor a las capacidades de nuestro espíritu. En efecto, si consideramos todas las cosas con lucidez, los parece que tenemos la más clara visión imaginable; pero, si elevamos los ojos para mirar al sol, nuestra gran lucidez respecto a las cosas de la tierra se ve inmediatamente deslumbrada y destruida por completo a causa de tal claridad. Y no tenemos más remedio que admitir que las capacidades que ejercemos para considerar y apreciar lo de la tierra son del todo inservibles frente al sol. 

  Eso sí también cuando evaluamos nuestros bienes espirituales. Incluso si nos preocupamos del más allá, satisfechos de nuestra justicia, de nuestra sabiduría y de nuestra fuerza, nos apreciamos y nos adulamos hasta el punto de considerarnos semidioses. Pero, si empezamos a elevar nuestros pensamientos hacia Dios, debidamente conscientes de quién es él, y a considerar la perfección de su justicia, de su sabiduría y de su poder, que deberían ser nuestro modelo, entonces todo lo que hasta ese momento nos parecía, erróneamente justo, se nos presenta con los repugnantes colores de la suciedad. Lo que considerábamos sabiduría se nos presentará como necedad y lo que poseía una buena apariencia de fuerza se delatará como nada más que debilidad. Es así como lo que parece ser de una perfección perenne en nosotros no puede de ninguna manera concordar con la santidad de Dios.


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